Hace apenas unos meses, el Estado entero se horrorizó. Uno de esos vídeos difundidos por las redes sociales nos mostraba en su crudeza la realidad de una montería: doce perros y un ciervo herido de muerte se despeñaban por un barranco. Desde el otro lado, un número indeterminado de individuos disfrutaban con el espectáculo, mientras otro personaje siniestro caminaba despacio hacia el lugar de los hechos con la naturalidad de quien asiste a lo cotidiano. El micrófono abierto terminaba de dibujar la escena: «La que está liando el ‘venao’», se escuchaba. Como en cualquier modalidad de maltrato, los verdugos terminan por convertir en culpable a la víctima.
La respuesta de los cazadores fue inmediata: nadie mejor que ellos saben amar a sus perros, conservar el medio natural y nadie como ellos para respetar a las que, en un lenguaje inadmisible en estos días, consideran sus presas. Curiosa forma de afecto que consiste en mandar a los amigos a la muerte, en contaminar de plomo los espacios comunes a todos los seres vivos y en disparar desde lejos, sin oportunidad de defensa, a quienes afirman reverenciar para luego rematarlos a cuchillo cuando caen malheridos.
La Federación Española de Caza recomendó a los suyos que no divulgaran imágenes de este tipo porque podrían ser malinterpretadas por la sociedad, como si la escena dejara algún espacio para el libre criterio, e inventó para el caso una historia de Disney en la que todos los participantes terminaban felices y poco menos que degustando una coliflor. El mensaje último, el de siempre: se trataba de un caso aislado, un suceso accidental, que en nada empañaba el impoluto comportamiento de la generalidad del gremio.
Poco más tarde, nos conmovía otro cruel episodio. Un tipo enorme golpeaba, humillaba y disparaba a bocajarro a un zorro mutilado, con total probabilidad por una de las miles de trampas con las que quienes se autodenominan «grandes defensores» de la vida salvaje pretenden exterminarlos. Como si se tratara de un alumno que se presenta al examen con solo una página estudiada y responde con la cantinela aprendida sea cual sea la pregunta del profesor, otra ración más de lo mismo: otro caso aislado que en nada representa al colectivo.
Los anteriores, son solo un par de ejemplos de los más mediáticos. Cada semana nos despertamos con noticias macabras que nos narran el horror del hallazgo de algún o algunos perros tiroteados o ahorcados en un árbol como parece ordenar su criminal rito. Más casos aislados, para los integrantes del sector cinegético.
Según la estadística oficial elaborada anualmente por el Gobierno, solo en 2015, esos casos aislados provocaron el asesinato legal de 20.922.143 individuos de las más diversas especies, desde córvidos hasta ciervos pasando por zorros, por lobos o por muflones. A ese hiriente cifra debemos añadir las procedentes de prácticas furtivas, por razones obvias ajenas a la estadística, los incontables perros que corrieron la misma suerte que los del vídeo o los 50.000 que según los datos más fiables se abandonan cada año en campos, montes y carretera; también los hurones, las aves de cetrería y quienes por caber, según comunidades, en esa infame denominación de «alimañas» ni siquiera cuentan para los informes. Esas son las víctimas de la caza.
La práctica cinegética no es una tradición, no es parte de nuestra cultura, no es un deporte, no es un modo de disfrutar la naturaleza ni supone la defensa del mundo rural. La caza, hoy, es el ejercicio legal de la psicopatía, matar por matar, y un negocio que según sus propios números factura al año más de 3.635 millones de euros a costa del sufrimiento animal.
En fecha tan simbólica, en la que el fin de temporada marca el principio del tormento anual de los galgos, desde la defensa de las víctimas y desde la conservación de un medio natural que corresponde en usufructo a cuantos habitan el planeta, exigimos a quienes desde cualquier ámbito dispongan o puedan disponer del poder para ello un claro posicionamiento y la adopción de las medidas necesarias para que el exterminio sistemático de la vida se convierta en un lúgubre recuerdo del pasado.
Con o sin perro, con o sin armas: NO A LA CAZA.