Una falacia repetida en cada temporada: el mito de la sobrepoblación se convierte en el pretexto de la matanza. La estrategia resulta tan simple como eficaz. Primero eliminan los depredadores naturales (lobos, zorros, linces, rapaces, reptiles…), la «competencia» de las empresas del sector cinegético; después, llenan los cotos con individuos criados en granjas, que garantizan capturas masivas, imprescindibles para la rentabilidad de su negocio. Miles de euros invertidos en publicidad, más o menos disfrazada de información, de deporte y hasta de protección de los cultivos o de la naturaleza, sostienen un gremio que se lucra a fuerza de sustituir el verde de los prados por el rojo de la sangre animal. Las imágenes de las últimas semanas con jabalís, ciervos o corzos buscando alimento en ciudades desiertas forman parte de esta campaña.
Bajo esas condiciones, las presas, como ellos las denominan, no tienen la menor oportunidad de supervivencia. Alimentadas con pienso, sin hábito de protegerse en el medio salvaje, se transforman en dianas vivas para saciar el apetito de muerte de los que disparan. El método se repite con independencia de la modalidad. El mismo principio sirve en una montería que en una tirada de perdices. Fieles a la lógica capitalista de la ley de Say, la oferta crea su propia demanda, los propietarios de los derechos de caza fabrican el problema para que la solución pase por inundar de dígitos sus cuentas bancarias.
Los efectos de estas prácticas resultan devastadores. Los daños al medio se unen a la masacre animal en un cóctel perfecto que asesina la biodiversidad, destruye el equilibrio natural y convierte los campos en factorías de dianas vivas, listas para ser vendidas al mejor postor. La sobrepoblación deja de ser una razón que justifica la caza para constituirse en su consecuencia interesada.
Para infortunio del grupo de presión cinegético, las frases anteriores no son afirmaciones gratuitas. Se sustentan sobre los datos. En 2016, por ejemplo, se cuantificaban en 309 las granjas españolas destinadas a la cría en cautividad de conejo de monte, con una producción anual superior a los dos millones de ejemplares (Departamento Ciencias Agroforestales, ETSIA, Universidad de Sevilla). En 2014, el Ministerio de Agricultura hablaba de 1235 explotaciones de perdiz; mientras la propia UNAC (Unión Nacional de Asociaciones de Caza) reconocía en su informe de 2018 que las sueltas de esa especie se situaban entre los cuatro y seis millones por año. Solo en la provincia de Ciudad Real, existían en 2019, según los datos oficiales, 60 granjas cinegéticas, de las más de 130 distribuidas por el territorio de Castilla-La Mancha.
Por encima de los números, la farsa se descubre a través de las confesiones. El conocido Informe Prada, elaborado en 2018 por la antes citada UNAC, dice textualmente en su página 9: «No solo crece el número de granjas cinegéticas legales. Al calor del dinero, surgen multitud de ecodelincuentes dispuestos a saltarse todas las normas, abriendo granjas cinegéticas ilegales que, por desgracia y debido a la demanda existente, acaban colocando en el campo sus ejemplares, con los importantes riesgos que ello acarrea, entre otros, el sanitario».
En la misma línea, se expresaba don Luis Fernando Villanueva, presidente de APROCA (Asociación de Propietarios Rurales para la Gestión Cinegética y Conservación del Medio Ambiente) cuando, en reciente entrevista al diario La Tribuna de Ciudad Real, destacaba «el problema de falta de especies que tiene actualmente el campo».
La tan manida sobrepoblación no existe o, al menos, no se produce de forma natural. Es el pretexto o la consecuencia de una actividad, la cinegética, que llega a lucrarse en más de 3500 euros por matar un ciervo, por encima de los 2000 con un muflón, un gamo o un jabalí y hasta casi 1500 por una pobre cabra. La caza no es la solución, sino la causa. El negocio de la muerte, de la mentira y de la destrucción.
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